miércoles, 24 de noviembre de 2010

Y caen y caen...

Las hojas caen y caen, una tras otra, día tras día, llenando las avenidas y caminos con sus cuerpos quejumbrosos y resquebrajados, caen y caen, dando vueltas en el aire como bailarines, danzando, riendo, llorando, charlando, discutiendo, peleando y girando, girando hasta que el suelo está en la punta de sus narices amarillas y naranjas y se dan cuenta de que es demasiado tarde, y que el golpe es ineludible y que dolerá, dolerá mucho más de lo que sus cuerpos frágiles y lívidos podrán resistir, y al llegar y dar de sopetón con el pavimento, cierran los ojos y no ven nada más y no siente nada más y no oyen nada más, sólo permanecen allí, sin nada, sólo están, sin vida, sólo se amontonan, sin voluntad sobre la acera, y el tiempo pasa y se pudren, se deshacen, se quiebran y rompen, una sobre otra, y el tiempo no sanó, sólo las hizo desaparecer de forma lenta y dolorosa, pero definitivamente no sanó, y al llegar la primavera tras el frío del invierno no queda nada de ellas, excepto la sombra, la marca donde cayeron, una mancha negra y débil, pero que está y que no se va aunque el tiempo pase, porque al fin y al cabo el otoño volverá y las hojas amarillas caerán y caerán.